A comienzos de la década de los noventa, en medio de discusiones que se daban en el mundo del arte sobre la posmodernidad, quise rastrear distintas modalidades de arte moderno en la plástica local. Me movía el deseo de reconocer cuáles habían sido los quiebres y rupturas que abrieron campo a las propuestas de la plástica más contemporánea en Colombia.

Con el propósito de encontrar interlocutores y afinar herramientas de investigación, ingresé a la maestría en Historia y Teoría del Arte de la Universidad Nacional. Allí inicié exploraciones sobre las décadas del cuarenta y el cincuenta en Colombia, que para entonces contaban con escasa bibliografía. En los noventa comencé también mi camino como historiadora del arte.

En el cambio de siglo comencé a abordar procesos artísticos locales de las décadas del sesenta y setenta. Aunque el periodo me resultaba muy atrayente, encontré una dificultad: la bibliografía fundamental se concentraba en trabajos monográficos sobre la obra de algunos artistas. En ese tiempo se encontraban muy pocas referencias a los procesos colectivos. Así que las investigaciones que inicié se enfocaron en tejer un contexto de la época.

Además de rastrear las fisuras de la modernidad en diversas investigaciones, durante más de veinte años me dediqué también a explorar manifestaciones y problemáticas de las propuestas plásticas que surgían momento a momento.

De niña observaba con curiosidad las pocas obras de mujeres artistas que aparecían en las enciclopedias de arte de mi casa. Pensaba que la ínfima cantidad de pinturas y esculturas publicadas era prácticamente todo lo que habían producido las artistas.

Hoy me sorprende la fuerza que han tomado las investigaciones que sacan a la luz obras poderosas de mujeres artistas que habían permanecido en la sombra. La producción de los últimos quince años –individual y en grupos– la he dedicado, en su mayoría, a explorar el papel de las mujeres en el arte local y a tratar de integrar su producción a nuevas narrativas de la historia del arte.

A lo largo de la vida he saboreado enriquecedoras conversaciones con artistas. Al escucharles puedo tener un paisaje más amplio de sus intuiciones y preguntas, de sus vidas y decisiones plásticas. 

La motivación para hacer públicas estas conversaciones fue la de compartir esas particulares interpretaciones del mundo, así como algunas pistas clave de sus procesos creativos. 

Visitar un taller de artista es acceder a una dimensión fascinante, poblada de objetos, archivos, conceptos y obras en diversas fases de elaboración. Las piezas en el taller las entiendo como indicios de ese hilo que conecta ideas, procesos y vida.

Los encuentros con artistas muchas veces han tenido como pretexto escribir una presentación para un catálogo o un texto para un libro. Las visitas a los espacios de trabajo han sido tan enriquecedoras para mí, que he aprendido sobre arte, quizá más que en los libros o en la academia. 

En el siglo XXI se despertó un “furor de archivos” que impregnó el arte internacional y que impulsó redes de investigación en América latina. Se debatió -y se debate- sobre los archivos como armas políticas y como instrumentos de poder; sobre su potencial para reescribir las historias hegemónicas del arte y también para trazar nuevas historias. 

En medio de grandes discusiones sobre los archivos, he participado en proyectos americanos que tejen redes y que discuten sobre acervos de arte.